4-Corre

Una Desert Eagle con el cañón modificado, más largo, de color gris claro, pulida, sin un solo arañazo. El seguro estaba quitado y detrás de la pistola seguía Umberto Márquez. Gregorio se sorprendió al encontrarse pensando en la cantidad de detalles que era capaz de apreciar en una situación tan comprometida como aquella. El miedo, pensó.


-Usted no se va-, repitió mecánicamente.- ¿No preferiría sentarse con nosotros y celebrar nuestro triunfo?
-Gregorio, por el amor de dios, piensa en tu mujer y en tu hija. No seas gilipollas- le rogó su socio.
-Yo…- tragó saliva. O lo intentó. Tenía la boca seca como una tabla.- Yo no puedo. No puedo. No puedo…


Gregorio reculó hacia la puerta cerrada. No era capaz de articular una frase coherente.

-Bien, señor Zabala, pues no se hable más. Una pena que nos hayamos conocido en estos términos. Le debo mucho. Espero que comprenda que, en estas circunstancias, no le puedo dejar marchar. Ambos sabemos por qué. Que tenga usted un buen viaje-, dijo en tono neutro, como el que mata una mosca en mitad de una conversación y sigue charlando como si nada.

Gregorio miró a Luis. Estaba desencajado. Le miraba con expresión de auténtico pavor, moviendo la cabeza frenéticamente y haciéndole señas para que no siguiese reculando.

Los políticos y empresarios asistían con una expresión de absoluta indiferencia al espectáculo, exhalando bocanadas de humo de vez en cuando o dando un sorbo distraído de vasos cargados de líquidos de color ámbar o le señalaban mientras murmuraban entre ellos y reían discretamente. Algunos, incluso, miraban la hora aburridos.

Vio cómo Umberto deslizaba el dedo índice desde la guarda hasta el gatillo y cerró los ojos cuando la corredera comenzó a moverse.

Se sorprendió al oír el disparo, un trueno desproporcionado para un arma corta, y sintió cómo un millón de escorpiones le clavaban aguijones de fuego en el brazo izquierdo. Estaba sentado en el suelo. No recordaba haber caído. Tal vez perdió el conocimiento por la tensión y el pánico.

Abrió los ojos inmediatamente. El mundo parecía funcionar mucho más despacio. Un espectáculo dantesco se estaba desarrollando frente a él.
Una puerta lateral se había abierto en la línea de fuego y de ella había salido una secretaria sujetando un teléfono móvil del que salía un cable hasta sus oídos. Era joven, de poco más de veinte años. Alta y esbelta, maquillada con discreción, guapa y peinada con una pulcra trenza.

En la pantalla del móvil, una fotografía de una mujer subtitulada “Mamá” y un contador de tiempo. Veintidós segundos de llamada. Veintitrés. Veinticuatro. Su expresión era de sorpresa absoluta. Le miraba con la boca abierta, de pie, delante de la puerta con las manos levantadas hasta la altura de los hombros.

Gregorio pudo ver la expresión de fastidio de Umberto Márquez. Pudo verla a través del agujero que tenía la joven en el pecho. Toda la parte derecha de su torso había desaparecido. Media puerta se había vaporizado y llovían trozos de madera. El pomo rodaba abollado por el suelo. Gregorio estaba cubierto de sangre, pero no sabía si era suya o de la secretaria.
La secretaria se desplomó boqueando en el pasillo.

-Hija de puta-, masculló Márquez.- La nueva tenía que ser, hostias.
Gregorio se levantó tan rápido como pudo y abrió la puerta de la sala como una exhalación. Saltó fuera presa del pánico, temiendo no escapar a tiempo del segundo disparo. Media puerta salió disparada hasta el otro extremo del vestíbulo después de otro atronador disparo como confirmación de sus temores.

De todas las puertas de la planta se asomaron curiosos para ver qué pasaba. Gregorio pensó en pedir ayuda, pero enseguida se dio cuenta de que nadie se atrevería a cobijarle. Se encerraron como ratas cuando vieron a Márquez salir como una exhalación empuñando la pistola.

-¡Llamad a seguridad, imbéciles!- bramó Umberto.

Gregorio corrió hacia las escaleras como alma que lleva el diablo, con el corazón en la boca y la adrenalina impulsando los músculos de sus piernas que se quejaban por un esfuerzo al que no se habían sometido desde hacía muchísimos años.

Otro disparo silbó por detrás de su nuca y se estrelló en una pared. Gregorio alcanzó las escaleras y se lanzó hacia abajo como si fuese una rampa, ni siquiera miraba los escalones que pisaba. Bajó una planta y miró hacia atrás. Umberto le perseguía corriendo mientras cambiaba el cargador de la pistola. ¿Por qué recargaba tras sólo tres disparos?

Gregorio se quiso recriminar por entretenerse con preguntas irrelevantes, pero se dio cuenta de que no había dejado de correr escaleras abajo. Al menos su instinto de supervivencia seguía funcionando.

Otro disparo se estrelló dos metros delante de él en la pared de la escalera. Una nube de esquirlas, y polvo le cayó encima y la onda expansiva le quemó la cara y le hizo bajar un tramo de escaleras rodando. ¿Balas explosivas? ¡Maldito maníaco! ¿Quién va a una reunión con una pistola y balas explosivas en la chaqueta?

Siguió corriendo a la desesperada escaleras abajo. Afortunadamente, el tremendo retroceso del arma modificada hacía que la cadencia de tiro fuese más reducida. De otra forma ya estaría muerto.

En el siguiente descansillo se encontró con tres guardias de seguridad que venían a la carrera por el pasillo, cerrándole el paso. Sin pensar, saltó por la barandilla para esquivarles. Uno de ellos le cogió por la chaqueta, pero ya estaba en el aire y su propio peso le liberó del guardia. Un nuevo disparo y siguió corriendo escaleras abajo. Iba a ser un viaje largo. Estaba, si no le fallaban las cuentas, en el piso cincuenta y el pecho le ardía ya por el esfuerzo. Delante de él cayó un brazo sin dueño. Al parecer el disparo explosivo había impactado en el objetivo erróneo.

Gregorio oyó un revuelo escaleras arriba, un breve forcejeo. Decidió que no llegaría mucho más lejos por las escaleras y se aventuró por el pasillo. Gastó dos segundos de su precioso tiempo en localizar una placa verde con un hombrecillo blanco corriendo a través de una puerta con una flecha y corrió hacia ella. Otros tres guardias subían las escaleras.

Salió por la puerta de emergencia como una exhalación y ésta le llevó a una terraza donde había un hombre que estaba fumando un cigarrillo.

-¿Qué pasa ahí dentro?- le preguntó con indiferencia.
-Me… persiguen…- contestó mientras bajaba las escaleras metálicas hasta la planta siguiente. Bajó así tres plantas más, esquivando fumadores hasta que se dio cuenta de que por la escalera de incendios subían más guardias de seguridad y varios hombres vestidos de negro con cara y pistolas de pocos amigos.

Por arriba ya podía oír los pasos apresurados y los gritos furiosos de Umberto Márquez. Uno de los fumadores cayó al vacío gritando de pánico.

-¡Apartad, hijos de puta!- gritó Márquez dos tramos de escaleras más arriba.

Vio una puerta abierta y se coló dentro. La puerta se deformó como un papel cuando el disparo de Márquez llegó medio segundo tarde al lugar donde estuvo la cabeza de Zabala. Gregorio cayó de bruces con muy poca elegancia en el suelo enmoquetado. El pasillo estaba calmado y había poca gente. Una agradable melodía sonaba por el hilo musical. Echó a correr sin rumbo, no conocía el edificio. Sólo quería alejarse.

Al final de un corredor lateral vio una boca de incendios y otra señal de salida de emergencia señalando hacia el punto del que venía. Aquella era su última baza, no podría aguantar mucho más este ritmo. Apretó el paso y con el codo rompió el cristal y pulsó el botón de alarma. Un timbre ensordecedor comenzó a sonar en todo el edificio. Los rociadores comenzaron a escupir agua y todo el mundo salió gritando de los despachos y se lanzó a la carrera por las escaleras.

Gregorio se unió al primer grupo que pasó junto a él y comenzó el descenso. Pronto una marea humana bajaba las escaleras. Dos plantas más abajo eran cientos, bajando a toda prisa. Gregorio se camufló entre la muchedumbre impaciente por llegar a la salida.

A la altura de la planta diez oyó sirenas en la calle. Deseó que alguien hubiese llamado a la policía. Mierda. ¿Dónde estaba su móvil? Se registró todos los bolsillos sin encontrarlo. Decidió que buscaría un teléfono en cuanto llegase abajo, pero primero tenía que salir de allí y buscar un sitio seguro.

Por fin, llegó al hall del inmenso edificio, agotado pero extrañamente relajado entre la multitud que corría hacia la salida presa del pánico. Las puertas estaban abiertas de par en par.
Cuando salió a la calle, después de varios minutos de bajada, aspiró una gran bocanada de aire. La gente corría unos metros al salir del edificio y se volvía para mirar hacia arriba en busca del humo del incendio. Él daba vueltas desesperado buscando uniformes de policía, pero sólo veía sanitarios y ambulancias.

Otras cuatro ambulancias llegaban por la avenida con las sirenas puestas y a lo lejos se oía un camión de bomberos. Parecía que el protocolo antiincendios del edificio de Umberto Márquez era extremadamente eficaz.

Una mano sujetó a Gregorio del brazo y tiró de él. Se giró bruscamente, seguro de encontrarse a Umberto Márquez y su pistola de balas explosivas.

-¡Madre mía! ¿Qué se ha hecho en el brazo?- le preguntó un sanitario mientras le examinaba el brazo izquierdo.- ¡Venga! ¡Venga por aquí!

Le llevó hacia una ambulancia que esperaba junto a la acera. Le sentaron en una camilla y le quitaron la chaqueta mojada y llena de polvo y sangre. Se miró el brazo y entre los ríos de sangre que le manaban desde el hombro vio un buen número de astillas de madera clavadas. Un profundo surco en el hombro había aparecido en el lugar donde antes tenía el deltoides. La primera bala casi hace bien su trabajo. Sintió que se desvanecía. El mundo fundió a negro, la adrenalina dejó de mantenerlo en pie.

-¡Sánchez! ¡Sánchez! ¡Ayúdame a subir a éste que está sin tensión! ¡Paco, arranca que nos vamos! ¡Venga, coño!

Oyó que se cerraban las puertas de la ambulancia y salía disparada quemando ruedas. Entonces se quedó sin fuerzas, dejó de oír y se dejó ir.


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3-Cinco

-Si te mueves te rebano el cuello, jaro.
-¡Diego! ¡Qué pasa!- gritó Null, saltando de debajo de su manta.
-He pillado a este pimpollo entrando al patio ahora mismo y por mis muelas que no sale andando de aquí.
-¿Qué…? ¡Oye!- dijo Aristóteles levantándose de un brinco.  En tres zancadas llegó a donde Diego sujetaba por el pelo a un muchacho de no más de dieciséis años y le apoyaba un cuchillo de caza en la garganta. -¡Deja al chico, hombre, que lo vas a asustar!
-¿Qué lo suelte? ¿Quieres que salga corriendo y nos traiga aquí a toda la Guardia Ciudadana? ¿Tienes ganas de correr hoy?
-No seas bobo, joder, que no es más que un crío- dijo Aristóteles. Cogió a Diego por la muñeca que sujetaba el cuchillo y sin ningún esfuerzo liberó al chico de su abrazo. – Ea. Ya está, no te asustes, muchacho.
-Aristóteles…- dijo Diego con un suspiro.
-No te voy a dejar que le asustes.
-Que no es eso, hombre que…
– ¡Que no insistas! ¡Pobre muchacho! ¿No ves que es un simple civil?
-Pero…
-Que no, coño, vamos a hablar como personas civilizadas. Que Uno decida.
-Que tienes el pantalón ardiendo, animal.
-¡Oh! Disculpa, chico-, dijo poniendo al muchacho a un lado, pero sujetándole con su enorme manaza por la cabeza. Miró hacia abajo y efectivamente, vio que tenía el pantalón ardiendo vivamente hasta media pierna. Chasqueó la lengua con disgusto y  con unos cuantos manotazos apagó el fuego. El muchacho observaba la escena con los ojos como platos,mientras que los otros tres se reían a carcajadas.

Aristóteles abrazó al muchacho por el hombro, le revolvió el pelo, lo cogió en volandas y sin darle opción, lo acercó hacia la hoguera, o hacia donde estuvo un minuto atrás; porque en su apresuramiento había pisado el fuego y esparcido las brasas a su paso. Soltó al muchacho y las recogió con las manos desnudas para recomponer la hoguera lo mejor que pudo.

-Bueno, mira, por lo menos he conseguido que Uno se ría un rato. Debería prenderme fuego todas las mañanas, joder- rió Aristóteles. – Pena de pantalón…
-No entiendo cómo puedes ser tan animal, Aristóteles-, rió Diego frotándose la muñeca. Le había hecho daño el gigantón.
-¿Te he contado alguna vez que trabajé diez años en un puto alto horno? ¡No siento el calor!
-¡No era calor! ¡Estabas ardiendo!
-¡Eso no era arder, hombre! ¡Era lumbrecilla!

Uno sonrió, se acercó al chico y, con voz paternal, comenzó a hablar con él.

-¿Qué haces aquí, muchacho?- preguntó Uno amablemente cuando el muchacho se sentó en el suelo forzado amablemente por Aristóteles.
-Yo… yo…
-No somos guardias ciudadanos ni policías ni nada parecido, como podrás ver- se adelantó Uno viendo que el muchacho pensaba que le iban a detener-. A mí me llaman Uno. Diego es quien te ha encontrado, disculpa su celo. Aristóteles es tu salvador, y esta es Null. Dime,  ¿cómo te llamas?
-Mis padres me llaman Rama, de Ramiro-, dijo asustado.
-Curiosa abreviatura. ¿Y los demás, cómo te llaman?
-Chico, chaval, muchacho, da igual. No tengo nombre administrativo.
-¿Cómo? ¿No tienes certificado de ciudadano?
-No, no tengo-. Todos prestaron mucha atención al muchacho. No parecía un  forajido.
-¿Cómo es eso posible si lo tienen hasta los perros?
-Pues por mala suerte.
-Explícate.
-Al año de nacer, mis padres fueron a inscribirme en el censo de ciudadanos para que me pusieran el chip, pero no pudieron.

Rama se sorprendió hablando tranquilamente. El tono del viejo y su genuino interés le invitaban a hablar, como en un encantamiento.

-¿Y eso?
-Porque el funcionario que tenía que introducir mis datos no pudo hacerlo.
-¿Por qué no?
-Por mis ojos. Tengo uno verde y el otro marrón.
-¡Anda! ¡Es verdad! ¡Qué curioso!
-Se llama heterocromía. Pero el formulario de inscripción de ciudadanos sólo permitía un color, y no se atrevió a rellenarlo por miedo a las sanciones que ponen a los funcionarios que se equivocan con los datos.
-Vaya, vaya, qué curioso. Así que no existes para la Administración- dijo Uno,y se quedó pensativo unos segundos. Null chasqueó la lengua.- Y dime, ¿qué haces aquí?
-Nada, no… no hacía nada. Yo venía a leer… y de repente el señor del cuchillo me cogió por detrás y os despertasteis.
-Diego, se llama Diego. ¿Cómo que a leer? ¿Aquí? ¿No hay una biblioteca en el pueblo?
-Sí, esto era una biblioteca. Pero ya no viene nadie, sólo yo. No puedo ir a la nueva  porque no tengo chip- dijo meneando la muñeca izquierda de lado a lado.- Además, allí no hay libros interesantes.

A Null le brillaron los ojos. El chico no podía pisar la biblioteca nueva y aún así sabía que no había nada interesante, así que, pese a todo,había entrado. Uno pareció pasar por alto el detalle.

-¿Y cómo te han puesto las vacunas y te han hecho las revisiones médicas sin certificado ciudadano?
-Una amiga de mi madre trabaja en el centro de salud. Es enfermera y me sacaba las vacunas de contrabando.
-Vaya… ¿Y cómo es que estás aquí tan temprano?
-Mis padres se van a trabajar muy pronto y yo no me puedo quedar solo en casa.
-¿Cómo que te quedas solo? ¿Y el colegio?
-No voy al colegio.
-¿Y eso?
-No puedo- dijo dándose unos golpecitos en la muñeca.
-Ah, claro, claro… ¿Y entonces qué haces?
-Vengo aquí y leo.
-¿Todo el día?
-Casi todo. Luego voy a comer y-… dudó si seguir contando más. -Y me entretengo con mis cosas…
-¿Y por qué no te quedas en casa?
-¿Está de broma? ¡Es ilegal!
-¿Cómo que es ilegal?
-En este pueblo es ilegal que los menores de diecisiete años se queden solos en casa sin la presencia de un adulto responsable. ¡Mis padres perderían mi custodia!
-No lo creo-, dijo Uno.- No existes.

Rama se le quedó mirando como quien mira a quien le acaba demostrar cómo se pela un plátano a quien se lo ha estado comiendo siempre con cáscara.

-Pero de cualquier manera, tus padres tendrían un buen problema, por supuesto- zanjó Uno rápidamente.

Null repartió café a todos los presentes, muy atenta a la conversación que mantenían Uno y el chico. El muchacho olió el líquido con curiosidad.Lo probó con desconfianza y se relamió de gusto.

-¿Qué es esto? Está buenísimo.
-Café. ¿No lo habías probado nunca?
-No. Creo que aquí no lo venden.
-Madre mía. Qué pueblo de mala muerte-, resopló Null.
-Oye, muchacho-, continuó Uno,- ¿cómo es que no se queda tu padre o tu madre contigo?
-Porque no pueden. Les asignaron una hipoteca muy alta y tienen dos trabajos cada uno.
-¿Hipoteca asignada? ¿Dos trabajos?
-Sí. Uno con sueldo y otro social con reducción de hipoteca.
-No lo había oído nunca-, confesó Uno.
-Por lo que me dice mi padre, que es repartidor, es por una ley local. Como hay pocos habitantes,  se asignaron las casas disponibles en función de la capacidad de cada uno. Por lo visto deberíamos estar orgullosos de que les asignaran una hipoteca tan alta. Y por no haber faltado nunca a un pago, pueden trabajar para la administración a cambio de una reducción de la hipoteca.

El muchacho contaba aquello con total naturalidad, pero el grupo sentado al fuego se miraba con incredulidad.

-Este pueblo es muy peculiar, por lo que veo-, dijo Uno con serenidad-. Una manera de distribuir la riqueza… innovadora.
-Por lo que me dice mi padre, la Administración Central ha premiado al alcalde y está aplicando la misma normativa en más pueblos. Así no se quedan las casas vacías. Dice que somos unos pioneros.
-Increíble. ¿Y a ti que te parece, Rama?
-¿Qué me parece el qué?
-Pues todo lo que me cuentas. La hipoteca, que no tengas derecho a ir al colegio, que tengas que estar en la calle todo el día mientras tus padres trabajan. Que alguien decida dónde debes vivir. Todo.
-Pues…- el muchacho parecía concentrado. – No lo sé.
-¿No sabes qué te parece todo esto?
-No lo había pensado nunca. Nunca me lo habían preguntado.
-Bien, pues ahora te lo pregunto yo-. Uno miraba fijamente al muchacho. Los otros tres reconocieron esa mirada al instante.
-Ay madre-, murmuró Null con preocupación. Diego se puso a limpiar el cuchillo concienzudamente con una sonrisa pícara en la cara. Aristóteles sonreía de oreja a oreja sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
-Dime, Rama. ¿Qué te parece todo esto?

Rama miró a todos y cada uno de ellos. Un viejo con mirada de hielo que le preguntaba su opinión con voz afable y expresión impenetrable.Un gigante ignífugo de más de dos metros, de rasgos amables y duros; un hombre fibroso y moreno capaz de hacerse invisible e inaudible y una mujer muy joven de ojos vivos, gesto severo y manos inquietas.

¿Qué hacían ahí? ¿Por qué les interesaba su vida? ¿Y por qué querían saber qué opinaba él? Más todavía. ¿Qué opinaba él?

-Me parece injusto-, dijo casi sin pensar, sin darse la orden de hablar. Los ojos le ardían y tenía los puños apretados.-Yo no puedo hacer lo que hacen los demás, y estoy siempre solo. Mis padres no pueden estar conmigo. Nunca han estado conmigo por la maldita hipoteca. ¡Llevo dieciséis años solo! No puedo ir a ningún sitio ni estar en mi casa. ¡Es injusto! ¡Es una mierda!- Con gran esfuerzo contuvo las lágrimas. Estaba furioso. ¡Estaba furioso! Nunca había experimentado esa sensación. Lo había leído en libros y cómics, pero nunca había experimentado esa sensación en toda su vida con tal intensidad.

-¿Y qué vas a hacer para cambiarlo?- preguntó Uno sin dejar de mirarle. Sus ojos fríos chispearon brevemente y se clavaron en los de Rama. Null se levantó de un salto, bufó y se puso a pasear frenéticamente. Uno la reprendió furioso sin dejar de mirar a Rama.

-¿Qué voy a hacer? ¡Nada! ¡No puedo hacer nada!- dijo el muchacho bajando la cabeza.
-¿Qué harías si pudieras?
-¿Si pudiera?
-Si tuvieras poder infinito. Qué harías para que el mundo no fuese injusto, ni una mierda, como tú dices.
-Si pudiera… dejaría que cada uno hiciera lo que le diese la gana. Es lo más justo, ¿no? Dejar que la gente decida qué quiere hacer con su vida. Las reglas del gobierno son injustas y estúpidas.
-¿Sabes cómo se le llama a la condición de las personas que no tienen libertad para decidir y se ven forzadas a trabajar?
-¿Cómo?
-Esclavitud-. Hizo una pausa para mirar a Rama y comprobar que conocía la palabra-.Tus padres. Tus vecinos. Tus amigos si los tienes. Son esclavos. Esclavos del sistema y ni siquiera lo saben porque están convencidos de que son libres. Pero tú eres libre, hijo. No sabes la suerte que tienes. Y si quieres, sólo si quieres, porque puedes elegir como hombre libre, me gustaría que vinieras con nosotros.

-¡Lo sabía! ¡Es que lo sabía! ¡Cinco minutos y ya está!- Null se alejaba del grupo a grandes zancadas, refunfuñando y dando patadas a todo lo que veía.
-No le hagas caso, chico- dijo Diego, bajando mucho la voz-, protesta por todo.
-Es verdad-, confirmó Aristóteles con la boca llena de algo que parecía embutido.
-¡Os he oído, imbéciles! ¡Ni siquiera le conocemos! ¡Podría ser un espía!¡Sois los tres unos idiotas! ¡Y además es un puto crío! ¡Un crío! ¿Qué vamos a hacer con él? ¿Cambiarle los pañales? ¡No sirve ni como cebo para distraer a un policía borracho en una alcantarilla como esta!

Null se alejó del grupo mientras despotricaba y de vez en cuando pateaba las columnas del patio o lanzaba puñetazos al aire.

Rama miraba fijamente a Uno. ¿Qué le estaba pidiendo? Ya le había pedido algo nuevo. Su opinión. Estaba aturdido. No podía pensar con claridad. En apenas unos minutos había pasado de llevar una monótona vida de ratón de biblioteca a tener un cuchillo en el cuello y de ahí a que un desconocido le invitase a acompañarles sin decir siquiera a dónde. 

No podía pensar con claridad, pero sentía la urgencia de contestar. Ese viejo tenía algo en la cara,en la voz, en esos ojos de hielo sin fondo que le urgía a responder. Hubiese deseado decirle que necesitaba pensarlo, pero sentía que no era la respuesta correcta.

Hubiese querido preguntarle quiénes eran, conocerlos y presentarles a sus padres, pedirles opinión a ellos también, tal como había hecho Uno con él. Remover su conciencia como se la habían removido a él.Preguntarles por su opinión. Pero sentía que no era lo correcto en ese momento,que no habría una segunda oportunidad.

Ahora, tan sólo sentía una curiosidad infinita por saber quiénes eran esas personas y a dónde iban. No les tenía miedo. Había algo en ellos muy diferente a los temibles agentes de la ley. Cuando se había cruzado con un policía, o con un guardia ciudadano siempre le había parecido que trataba con carcasas vacías, casi con robots. Este grupo estaba vivo. Muy vivo.

-¿Y bien?- le urgió Uno.
-¿A dónde vais?
-Dejaré que tú intentes adivinarlo.

Rama guardó silencio unos segundos más. ¿Realmente sabía adónde iban? ¿Le estaban proponiendo lo que creía que le estaban proponiendo? Concluyó que sólo había una manera de saberlo.

-No sé a dónde vais, pero me voy con vosotros. Aquí no pinto nada, y si no lo hago, siempre me preguntaré qué habría pasado.
-No sabes cuánto me alegro de escuchar eso, muchacho. Bienvenido.


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2-Cuatro

Una ráfaga de aire frío se coló entre las torres hasta el patio, haciendo remolinear el vapor del plato que Null acercaba a Uno.

-Oye, deberías comer algo.
-No tengo hambre.
-¡Venga ya! Llevas sin comer nada desde anoche. ¿Qué cojones te pasa?
-Nada, cosas mías. Me duele un poco. Por la humedad, supongo. Nada más.
-Mayor razón para… ¡Aristóteles! ¿Qué coño haces?

El grandullón que se sentaba al lado había cogido el plato que Null sostenía para Uno y había empezado a comer con apetito.

-Es inútil insistir. Es un cabezota, Null. Si no quiere comer que no coma. Y si no quiere comer caliente, menos querrá comerse esta bazofia fría.
-Míralo, siempre cargadito de razones, el tragaldabas éste-, rió Null.
-Se llama pragmatismo, so lista-. Protestó Aristóteles escupiendo parte del contenido de la boca.- Perdón.
-Deja que coma, mujer- dijo Uno, dando un sorbo al poco de café que sostenía entre las manos. – ¿No ves que está en edad de crecimiento?
-Sí- dijo Aristóteles.- Cualquier día pego el estirón-, rió tragando otro bocado.

Apuró el plato en un abrir y cerrar de ojos, se dejó caer de espaldas y se quedó dormido casi al instante.

-¡Pero cómo coño puede quedarse dormido este animal de esa manera! ¡Es increíble! ¡Increíble!- bufó Null.
-Es como un niño grande-, dijo el cuarto componente del grupo, que acababa de llegar.
-Coño, Diego, ven tocando las palmas o algo, o me harás escupir el corazón a la hoguera- refunfuñó Null de nuevo.
-Así comeríamos algo de carne decente- dijo Aristóteles sonriendo justo un segundo antes de volver a resoplar como un bendito.
-Perdona, es la costumbre. Pero si soy de los malos os envuelvo para regalo.
-Bien sabes tú que aquí podemos estar tranquilos.
-Os gusta el sitio que os he escogido, ¿eh?

Los cuatro estaban en el patio interior de una enorme casa señorial abandonada, en un minúsculo pueblo en medio de la inmensa llanura de la Sección 45. El interior fue en parte una biblioteca de gusto dudoso, y les vino bien, pues tenían como combustible memorias de famosos de medio pelo de hacía veinticinco años y gruesas pilas de revistas del corazón amarillentas y arrugadas, que a fuerza de humedad, tiempo y el animal de Aristóteles enrollándolas fuertemente, eran una leña bastante decente.

Diego se sentó al fuego y acercó las manos para calentárselas.

-¿Y a éste qué le pasa? ¿Le habéis quitado las pilas?- preguntó señalando a Aristóteles con la barbilla.
-Se ha muerto de ansia-, contestó Null con una sonrisa torcida. – ¿Qué tal te ha ido?
-Bien, podemos estar tranquilos. Es un pueblo de paletos, tranquilo y con poca vigilancia.
-¿Hay cobertura?
-Abierta hay por todas partes, como siempre. De la buena, muy poca y muy poco expuesta.
-¿Dónde?
-Donde siempre. Centro de detención, banco, ayuntamiento…
-¿Y por qué hay poca?
-Pintura de hierro.
-Qué mierda. ¿Dentro o fuera?
-Fuera desde luego. Dentro no lo sé, y sólo he visto un rincón detrás del ayuntamiento donde podríamos rascar un poco para ver si sale algo, pero sólo podría ir uno de nosotros. No hay dónde esconderse.
-Pues qué bien-, dijo enfurruñada.- Cuanto más al norte vamos, más difícil se está poniendo la cosa. Y nos estamos quedando sin dinero anónimo.

-Lo de aquel pueblo fue potra. No volveremos a tener tanta suerte.
-Ya. Pero lo bueno no se olvida nunca. Cobertura administrativa sin honeypots y a quinientos metros de la fuente. Podría haberme quedado allí un año.

Guardaron silencio y Diego se sirvió un poco del puré grumoso que esperaba junto al fuego.

-Oye, delicioso esto-, dijo intentando tragar sin tocarlo con la lengua.
-Pues aquí el bello durmiente se ha puesto las botas. Tres platos se ha comido.

Diego siguió comiendo y cuando terminó se quedó mirando a Uno. Uno normalmente era un tipo serio, poco dado a las bromas. Diego sabía que pocas cosas molestaban más a Uno que las distracciones. Sabía reconocer cuándo estaba inmerso en sus pensamientos, tan profundamente que el resto del mundo pasaba a su alrededor sin rozarle. Tan sólo a Null le hacía caso cuando entraba en sus fases silenciosas.

Cuando Uno entraba en Una de esas fases, más valía acampar en un sitio seguro y esperar a que se le pasase.

En una ocasión le perdieron de vista mientras paseaban por la avenida principal de una ciudad grande y se metió ensimismado en un Centro de Reclutamiento para Obra Social. Sacarle de allí casi les cuesta el pellejo.

Diego sonrió ampliamente al recordar cómo Aristóteles convenció a los dos policías que le habían reconocido para que le dejasen salir de allí: enterrándolos bajo tres sólidos escritorios metálicos y cinco archivadores llenos. Tuvieron que salir por piernas y echarse al monte. Literalmente. Casi les cogen. Estuvo muy cerca. Esos dos policías convocaron un ejército en pocas horas para encontrarlos.

De vez en cuando, Uno daba un sorbo a su café sin dejar de mirar fijamente la hoguera.

Diego se levantó y fue a buscar unas mantas a los petates. Echó una de ellas a Uno sobre los hombros. Uno puso su mano derecha sobre la de Diego, le miró brevemente y murmuró un agradecimiento.

Extendió otra manta sobre el gigantón que dormía a pierna suelta, con un hilo de baba desplazándose lentamente por su mejilla y entregó otra a Null, que se envolvió al instante como un ovillo, pero permaneció sentada mirando al fuego, igual que Uno.

Diego puso dos rollos de revista más en el fuego, cogió su manta y desapareció sin hacer ruido.

El silencio bajó del cielo y se acostó en el patio de la vieja biblioteca alrededor del fuego siseante. Uno seguía las pavesas con mirada ausente. Null se tumbó en el suelo mirando fijamente a Uno a través de las llamas. Ambos se miraron a los ojos hasta que Null, rendida, se quedó dormida.


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1-Ego

Un pez fuera del agua hubiese estado mucho más cómodo que Gregorio Zabala en aquellas lujosas oficinas. Su mejor traje le hacía sentir como un mendigo dentro de aquella habitación. La taza que sujetaba entre las manos seguramente valía más que todo lo que llevaba encima. Y el café era, de lejos, el mejor que había tomado nunca. Luis, su socio, le había citado el día anterior allí a las once de la mañana y el muy cabrón aún no había aparecido. A Gregorio no le gustaban los despachos y menos aún, ir solo.

Pese a ser el mejor analista de mercados del mundo, no le prestaba ninguna atención a su aspecto, ni al de su coche, ni, en general, al dinero. Para eso estaba Luis.

-Don Gregorio, empezamos en cinco minutos- le dijo una secretaria sonriente asomando la cabeza por la pesada puerta entreabierta.
-De acuerdo…- dijo sin prestar demasiada atención, mirando su taza de café,mientras permanecía inmóvil de pie frente a la puerta de la sala de juntas.

Luis y él se conocieron en la universidad y enseguida congeniaron. Se complementaban perfectamente y antes de terminar sus estudios habían montado una empresa con más ilusión que medios. Comenzaron asesorando a pequeñas empresas por un precio ridículo. Gregorio demostró muy pronto tener un don.

Su primer cliente fue un modesto tornero a comienzos de los 80. Luis trazó un plan de negocio a cinco años con el que el pequeño tornero llegó a competir con los primeros fabricantes mundiales de tornillería de precisión para pequeños aparatos electrónicos. Cuando la informática de consumo comenzó a crecer exponencialmente, el pequeño tornero había diversificado su producción y proveía placas vírgenes para circuitos impresos, cableado, tornillería, componentes magnéticos y multitud de componentes mecanizados, como muelles, resortes, pulsadores o conectores. Los grandes ensambladores pronto se fijaron en él y el modesto tornero ahora viaja en jet de Shangai a California visitando sus factorías.

-¿Otro café mientras espera, Don Gregorio?- le preguntó solícita la recepcionista.
-No, no, muchas gracias, señorita.

Ese primer cliente les proveyó de fondos más que suficientes para que Luis hiciera crecer su propia empresa hasta convertirla en la primera consultora mundial. Todas las grandes compañías del mundo hacían cola para conseguir un análisis de Gregorio. Luis los manejaba a su antojo. Cobraba sumas absurdas de dinero por los estudios de Gregorio y los limitaba a objetivos muy concretos. Los importes se multiplicaban sin piedad si los clientes querían exclusividad frente a su competencia. En definitiva, eran los mejores.Estrellas de la consultoría, jugaban en otra liga, a dos unidades astronómicas de sus mejores imitadores. Los mejores sólo para los mejores. Tan exclusivos que Luis cercenaba inmediatamente cualquier publicidad del gabinete en cualquier sitio. Ni televisión, ni prensa, ni Internet. Los clientes de la empresa sabrían encontrarlos.

-Don Gregorio, pase, por favor. Disculpe que le hayamos hecho esperar. El señor director ya está preparado para recibirle-, le dijo la secretaria al cabo de un rato mucho más corto de lo que hubiese deseado. Miró dentro de la taza y le devolvió la mirada un señor ojeroso de aspecto frágil y cansado.

Dejó la taza de café en una mesita y siguió a la secretaria a través de unas gruesas puertas dobles de caoba prolijamente grabadas y pulidas. Un amplio pasillo desembocaba en una sala de juntas impresionante.  Maderas nobles, mármol, metales preciosos, obras de arte únicas. Una demostración de poder tan bien combinada que se quedaba sólo a un centímetro de la obscenidad.

Un desagradable olor a tabaco llenaba la estancia pese a que en el edificio estaba prohibido fumar. Al ver que se quedaba mirando las densas volutas de humo, alguien le dijo:

-Vamos, Goyo, ¿quién va a decirle a los jefes que no fumen en su despacho?- Sonaron algunas risas relajadas. Quien había hablado era su socio, Luis Areces. Mira dónde estaba el cabrón, qué bien había esquivado una sesión de interminables preguntas en la sala de espera. Luis abrió una caja de puros cubanos. -¿Quieres uno?

Luis se encontraba en su salsa. Gregorio era una rata de biblioteca, capaz de asimilar y cruzar información dispar para producir un escenario económico favorable a su cliente, un genio en la comprensión de los mercados, de los movimientos de masas humanas, la geopolítica, la moda, la historia e incluso la climatología. Luis era un halcón de los despachos. Un negociador despiadado y un genio interpretando la reacción de sus interlocutores a cada una de sus palabras. Nadie como él para comprender las palabras que no se dicen y para callar y decir más que con palabras. El vendedor más eficiente y ambicioso del mundo.

Durante los cinco últimos años, sin embargo, Luis le había mantenido ocupado con un proyecto titánico, no con los análisis acotados a los que le tenía acostumbrado. Cinco años diseñando escenarios imposibles para vender como material lectivo a una universidad de prestigio mundial, pero su socio no le dijo cuál. Sus libros se estudiarían en todo el mundo durante mil años, le decía Luis cada vez que terminaba de leer un volumen recién terminado.

Sin embargo, nunca le dijo quién era su cliente para no condicionarle en sus planteamientos, según él. Por supuesto que Gregorio quiso indagar, pero al parecer, tan sólo Luis conocía al cliente, y los multimillonarios pagos que recibían por cada libro eran imposibles de trazar.Parecía que simplemente, aparecía el dinero en su cuenta. Una vez, incluso,devolvió una transferencia y segundos más tarde tenía el dinero en la cuenta otra vez junto con un incremento del diez por ciento. Aquello le desconcertó por completo.

De cualquier manera, estaba absorto con los escenarios. Le resultaban fascinantes y aterradores al mismo tiempo, y disfrutaba trabajando.Pero ahora tenía miedo de haberse equivocado. Su pasión por su trabajo tal vez le había hecho perder de vista qué estaba produciendo. No fue hasta haber terminado su obra completa cuando se dio cuenta de que el mejor análisis de su vida tal vez había sido el único que no debería haber hecho. El lujo de aquella oficina no hacía sino alimentar esa sospecha.

-No, gracias-, respondió con media sonrisa. Luis, que inmediatamente se dio cuenta de que algo no iba bien cerró la caja con un sonoro golpe de la tapa y se  levantó para presentar a Gregorio formalmente.
-Señores, éste es Gregorio Zabala el genio al que le debemos todo-, declamó extendiendo los brazos hacia Gregorio, como el que muestra un nuevo producto oculto hasta entonces detrás un telón.

La mesa al completo se giró para mirarle, sonrientes.Alguien al final de la mesa se levantó y comenzó a aplaudir. El resto de los asistentes le imitó. Durante un largo minuto, Gregorio permaneció de pie en el otro extremo de la larga mesa agarrado a su maletín y mirando con los ojos como platos a los asistentes a la reunión, que aplaudían con fuerza y sonreían. Reconoció la cara de varios políticos y empresarios famosos entre ellos.

Finalmente, los aplausos fueron desapareciendo y el hombre impecablemente vestido que había comenzado la ovación se acercó con paso firme y amable sonrisa hacia él para estrecharle la mano. Luis se acercó para hacer las presentaciones.

-Gregorio, te presento a Don Umberto Márquez, el cliente para el que has estado trabajando todo este tiempo.  Don Umberto, he aquí a nuestro genio: Gregorio Zabala.

Umberto, con una gran sonrisa, tendió su mano a Gregorio y éste la miró como si fuese una cobra.

-Luis, tengo que hablar contigo-, dijo, apartando la mirada de la mano de Umberto después de unos segundos. Umberto borró su sonrisa inmediatamente.
-¿Y tiene que ser ahora precisamente?- Le dijo Luis, matando con la mirada a Gregorio. Gregorio estaba absolutamente bloqueado. El cerebro de Luis bullía de actividad. Mierda, Goyo, no la jodas ahora, hombre. No la jodas.
-Sí, ahora mismo.
-Lo que tengan que hablar, pueden hablarlo aquí sin problemas. Estamos entre caballeros-, sugirió Umberto sin volver a sonreír. Sin embargo, poco había de invitación en el tono de su voz.

Gregorio y Luis se miraron fijamente, uno frente al otro. Un murmullo recorrió la mesa.

-Adelante, habla. ¿Qué es tan importante?

Gregorio se sintió de repente muy, muy pequeño.Increíblemente cansado y a punto de echarse a llorar. Cogió aire. Tenía los hombros tensos.

-¿Tú sabes quién  es éste hombre?- dijo señalando con el dedo a Umberto sin ningún pudor.
-¡Claro que sé quién es! ¡Todo el mundo lo sabe!
-¿Y sabes que es el dueño de medio país?  
-En realidad, de un poco más-, rió Umberto con sorna.- La semana pasada me hice con dos bancos bastante importantes, así que ahora tengo menos competencia para conseguir el otro medio.

La mesa coreó con una carcajada la intervención de Umberto.

Gregorio sacudió la cabeza.

-¿Qué necesidad tenías de engañarme? ¿Esta es la prestigiosa universidad? ¿Para esto me he estado devanando los sesos día y noche?
-¿Cómo que “para esto”? Esto es el futuro: éste es el negocio definitivo, Goyo. El que no esté aquí ahora, será una mierda en diez años. Y si no apelo a tu puto ego, te hubieses quedado atrás.
-¡Nadie debería haberse adelantado hasta aquí, Luis! ¡Nadie!
-Gregorio, estás sacando las cosas de quicio.
-No, Luis, no- le temblaba la voz.- Esto es una monstruosidad…

Gregorio se dio cuenta en ese instante de que había sido un ingenuo, de que no se había parado a pensar para qué una universidad de prestigio mundial querría que un consultor diseñase unos escenarios tan atípicos, tan distópicos, por mucho que fuese el mejor. Efectivamente, el ego le había traicionado.

Una marea de impotencia se apoderó de Gregorio. La sangre abandonó su cara y un vacío insoportable se instaló en su estómago. Aunque no sirviera de nada, se agarró más fuerte aún a su maletín para intentar controlar el vértigo. Su cabeza hervía con las implicaciones de su trabajo, con las infinitas consecuencias que se podían derivar, desde el mismo momento en el que empezó a redactar sus trabajos y cayeron en manos de Umberto Márquez. En la irresponsabilidad de sus actos. A cambio de fama. Por vanidad.

-Yo… yo… tengo que irme-, dijo balbuceando, mientras se retiraba hacia la puerta. La sala al completo seguía de pie asistiendo atónita a la escena.
-Gregorio, no lo hagas- suplicó Luis.- No seas gilipollas. Nadie en su sano juicio perdería una oportunidad como ésta.
-Tengo que irme… tengo que… –  las náuseas se apoderaron de él y salió corriendo hacia la puerta para buscar una papelera.
-¡Gregorio!- no era la voz de Luis la que tronó en la sala, sino la de Umberto Márquez la que le reclamaba amenazante. – Usted no se va.

Gregorio, ya con la puerta a tres pasos se giró para buscar el origen de la voz. Cuando consiguió enfocar la vista, vio a Umberto Márquez, el famoso banquero. Le miraba fijamente. De pie, en el medio de la sala.

Y estaba apuntándole con una enorme pistola.


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