5-Una Carga

Durante un buen rato se quedaron en silencio observando cómo Null despotricaba por todo el patio de la vieja biblioteca.

Iba de un lado para otro pateando cuanto encontraba a su paso, refunfuñando palabras ininteligibles y gesticulando mucho con los brazos.

De vez en cuando se acercaba al grupo y, con un dedo levantado, parecía que iba a empezar a regañar a los cuatro sentados a la hoguera, pero al final bufaba, se daba la vuelta y seguía murmurando.

Los cuatro la miraban. Uno, Diego y Aristóteles, divertidos con el espectáculo. Rama estaba preocupado por la reacción de la mujer.

Uno le  inspiraba confianza. No hacía ni veinte minutos que le conocía y ya confiaba en él. Ya había decidido seguirle. Los últimos minutos habían sido los más emocionantes de su vida.

A Rama le preocupaba cómo iba a decirle a sus padres que se marchaba, aunque también pensaba en si acaso les importaría o si se darían cuenta de se había marchado. No era la primera vez que no regresaba a casa por la noche y ni siquiera se daban cuenta. Estaban demasiado ocupados trabajando, llegaban a casa agotados, como zombis. La mayoría de las mañanas se limitaban a golpear la puerta de Rama y decir “Venga, cariño, es la hora de levantarse”.

Null estaba furiosa. ¿Cómo podía Uno pedirle a un puñetero mocoso salido de la nada que les acompañase? ¿Es que no se daba cuenta de lo mal que estaban ya? ¿En qué estaba pensando?

Menuda pregunta. Nadie sabe en qué piensa Uno. Siempre absorto en sus pensamientos mientras los demás cumplen sus órdenes.

Cuatro ya eran multitud, no hacía falta nadie más. La comida no era fácil de conseguir para tres forajidos sin chip y una desertora con un chip reescribible. Había que robarla la mayor parte de las veces. Falsificar dinero hasta ciertas cantidades era sumamente fácil para Null, pero lo complicado era encontrar identidades disponibles a quien asignarles el dinero para comprar.

Y no es que la comida les durase mucho, con Aristóteles en el grupo. Comía por dos o por tres. El tío era grande como un oso, y comía como tal. Sin embargo, no se podía negar que cuando hacía falta, Artistóteles bien merecía cada caloría.

¿Quién es éste muchacho? ¿Por qué lo ha escogido Uno? ¿Por qué no encerrarlo en cualquier sitio como habían encerrado antes a otros hasta que se hubiesen alejado lo suficiente?

Cuando Uno le pidió a Diego que les acompañase, Null también receló.

Diego era un maleante, un buscavidas. Lo encontraron robando de noche en una tienda de comestibles en la Sección 29. Claro, que ellos también estaban tomando algunas cosas prestadas. Diego les sorprendió a Uno y a ella por la espalda. Ni siquiera le oyeron llegar. La inmovilizó retorciéndole un brazo detrás de la espalda y le puso su cuchillo de caza con cachas de cuero y plata en la garganta.

Recordó que el cuchillo estaba caliente. No tibio, sino caliente. Recordó el olor a acero pulido y a aceite. Recordó que Diego no le apoyaba el filo en la garganta, sino la hoja. Supo en ese momento que no le iba a hacer daño. Recordó que Uno intentaba convencer a Diego de que la soltara. Con demasiada vehemencia teniendo en cuenta que a ninguno de los presentes le convenía ser descubierto de noche en una tienda cerrada.

Recordó un zumbido, un golpe y crujir de huesos. La presión sobre su cuello se desvaneció y su atacante cayó al suelo desmadejado. Null comprendió que el escándalo que Uno estaba organizando sólo servía para ocultar los pesados pasos de Aristóteles, que asestó un mazazo con su enorme puño en la coronilla de Diego. Hizo crujir todas  las vértebras del cuello al muchacho.

Los tres se agacharon para ver si seguía vivo, y por fortuna lo estaba. Aristóteles lo inmovilizó con lo primero que encontró: film transparente para envasar alimentos.  Recogieron el arma de Diego, la comida que pudieron cargar y al propio Diego y volvieron a su refugio.

Diego aún tardó seis horas en despertar. No forcejeó al verse atrapado. Uno habló con él durante diez minutos en voz baja. Aristóteles y ella nunca supieron qué se dijeron.

Uno pidió que le soltaran. Diego, nada más verse libre, pidió su cuchillo. Uno asintió y Null se lo entregó. Diego lo recogió y con un gesto rápido se hizo un pequeño corte en la mano izquierda. Dejó que brotase la sangre y estrechó la mano de Uno. No dijeron nada. Aristóteles y Null asistieron atónitos al extraño ritual. El cuchillo desapareció sin que ninguno advirtiese cómo y Diego pidió algo de comer.

Confesó que llevaba tanto tiempo sin comer que cuando apresó a Null apenas se podía mantener en pie y por eso Aristóteles pudo sorprenderle. El azar quiso que los cuatro entrasen a robar al mismo sitio la misma noche.

No pasó mucho tiempo hasta que se dieron cuenta de que Diego decía la verdad: no era fácil pillarle con la guardia baja. Siempre estaba alerta, no parecía dormir nunca y resultó ser más útil para el grupo de lo que Null hubiese imaginado nunca de un vulgar ratero.

Era sigiloso, hábil y ladino. Se las apañaba para que nadie se fijase en él, aún entre la multitud; tenía los dedos ágiles y rápidos y una inteligencia despierta.

Tenía sus rarezas, por supuesto, apenas sabía leer ni escribir, pero siempre se podía contar con él.

Pero este chico, Rama, no tenía ninguna utilidad. Era uno de tantos. Un ciudadano alienado como otro cualquiera cuya mayor virtud era no tener chip por culpa de un funcionario estúpido.

Por mucho que estuviese apartado de la sociedad por su inusual condición, no dejaba de ser un imbécil más. Tenía su casa, su familia, un sitio donde ir a leer y a esconderse.

¿Qué necesidad tenían de cargar con un crío? ¿No se daban cuenta de que no sería más que un estorbo? ¿Uno lo recogía por lástima? ¿Qué pensaba que le podría aportar un crío en su misión? ¿Se había propuesto ponerles a todos en peligro?

-Uno, tengo que hablar contigo.
-Aquí me tienes, Null. ¿Qué quieres?
-A solas.
-Disculpadme-, dijo Uno.

Aristóteles y Diego hicieron una exagerada reverencia, como si se quitasen un sombrero emplumado. Null los fulminó con la mirada. Esos dos zoquetes nunca se tomaban nada en serio. Se llevó a Uno hacia una esquina apartada y se encaró con él.

Se miraron fijamente durante varios segundos sin decir nada. La mirada de Uno era plácida, sin miedo, sin remordimiento, emanaba paz. Además, sonreía. Su fase de ensimismamiento había pasado. Sin querer, Null se desinfló. Siempre le pasaba lo mismo con Uno. Uno le transmitía calma.

Los otros dos no conseguían sostener la mirada de Null. Ella era irascible, y de carácter explosivo. No era sólo que Null tuviese mal genio, sino que la combinación de sus ojos azul hielo con su piel del color de la canela y el pelo negro como el ala de un cuervo resultaban perturbadores. Diego y Aristóteles la respetaban como a un general. El cuerpo menudo de Null emanaba autoridad.

-Uno, no sé en qué estás pensando. ¿Qué haces con ese chico?
-Sospecho que nos va a ser útil. Ya verás.
-¿Y en qué nos va a ser útil? ¿Necesitamos a alguien con un ojo de cada color para algo en particular y no he sido informada de ello? Porque si no está en el sistema, es de chiripa. Seguramente lo único que consiga hacer por nosotros sea que lo maten o que nos maten a nosotros.
-Null, tú sabes que te quiero, y que aprecio todo lo que haces por nosotros. Te necesitamos. Pero aún tienes que aprender mucho, cariño.

Null se apartó el pelo de la cara y se hizo una coleta para digerir el paternalismo. Se dispuso a replicar, pero Uno la interrumpió y le rodeó el cuello con un brazo, colocándose a su lado mirando hacia el grupo, que se entretenía charlando animadamente.

-¿Te has fijado en sus manos?
-No. Me he fijado en que es un crío.
-Vive en la calle prácticamente todo el día y tiene las manos impecables. Sus dedos son rápidos, finos y ágiles. Sabe hacer algo con ellos y quiero saber qué es.
-Claro, un pianista nos vendría de puta madre…
-No seas impertinente y escucha. A esos dedos los gobierna un cerebro despierto. ¿No te has dado cuenta de que le he preguntado su opinión sobre el sistema y ha respondido algo sensato y con vehemencia?
-¿Y eso es excepcional? ¡Pregúntale a Aristóteles y te hará un exhaustivo análisis a tres bandas!
-Es excepcional. El sistema está montado de tal manera que los ciudadanos no se pregunten nada. Que no opinen. Ya se preocupan los de arriba de decirles lo que tienen que opinar. Este chico no ha tenido contacto con nadie fuera del sistema y aun así no está contaminado.
-¿Y qué más? ¿Necesitamos un pianista filósofo?
-Tiene dieciséis años-, continuó como si no hubiese escuchado el sarcasmo-, y ha estado viniendo a esta biblioteca día tras día toda su vida.
-Me he perdido.
-Un niño del sistema no se pasa toda la vida yendo al mismo sitio a leer novelas de aventuras. Si viene aquí es por algo. Ya has escuchado que la biblioteca pública no le gusta. Si después de cinco minutos de charla con él ya se quiere unir a nosotros, es porque quiere pelear, aunque aún no sepa contra qué. Null, este chico tiene algo y yo lo quiero. Quiero saber qué es.

Null lo miró fijamente de nuevo. Mientras le hablaba, se dio cuenta de que Uno, una vez más, no hacía las cosas sin una razón. Tenía la capacidad de evaluar a una persona inmediatamente. Cuando hablabas con él te miraba de arriba a abajo sin pudor e interpretaba cada expresión corporal con una precisión absoluta.

-Muy bien. Muy bien. No sé para qué me esfuerzo en mantener al grupo seguro. No lo sé. ¿Quién te dice que no es un espía? ¿Quién te dice que no nos lo manda tu amiguito?
-Oh. No lo sé. No creo que sea un espía, desde luego. Pero para eso te tengo a ti-, le dijo con una amplia sonrisa. La cogió del brazo y volvieron con los demás.

Aristóteles había preparado un desayuno abundante, dado lo menguado de su despensa y los tres habían empezado a comer. Uno se unió inmediatamente y Null se sentó con ellos unos segundos después.

-Déjame que adivine, Null-, dijo Aristóteles.- Has hablado con Uno y te ha convencido de que el chico se viene.
-Cállate, ceporro.
-¡Lo sabía!-rió con ganas, y se llenó la boca de embutido.

Diego comía despacio con una sonrisa pícara en la cara. Le estaba diciendo lo mismo que Aristóteles pero sin palabras.

-Oye, Rama-, dijo Null de repente.- Necesito que me digas una cosa.
-¿Sí?.
-¿Qué es lo que mejor se te da?
-¿A qué te refieres?
-Tu habilidad. ¿Qué sabes hacer?

El chico se quedó pensativo. Dudaba. No sabía qué decirle. ¿Y si resultaba vanidoso? ¿Y si él pensaba que era bueno en algo y resultaba que no lo era? ¿En qué podría él decir que era bueno si no tenía a nadie con quien compararse?

-Nada, supongo…
-¡Ja! Todo el mundo sabe hacer algo. Mira,  Diego puede hacerse invisible. Aristóteles es como un tanque, en todos los sentidos. Yo soy técnico de seguridad virtual del ejército y Uno… bueno, Uno es Uno.
-¿Técnico de seguridad virtual? ¿Del ejército?
-Sí. Bueno, no, ya no estoy en el ejército, obviamente… ¿Sabes lo que es una consola de VR?
-Claro, todo el mundo tiene una.
-Pues si tengo cobertura administrativa, puedo suplantar identidades importantes y moverme por la red para obtener información o modificar datos de nuestro interés.
-¡Vaya!- dijo con curiosidad. -¿Y eso cómo lo haces?

Uno se levantó con una taza de café en la mano. Apoyó la otra en el hombro de Null. Ahí tenía su “te lo dije” particular. Uno se reunió con Diego en el centro del patio y se puso a charlar con él. Null no se había dado cuenta de que Diego se había movido siquiera. Rama miró a su lado, donde había estado sentado Diego hacía unos segundos. No podía moverse tan rápido sin que los demás lo notasen. Uno le estaba dando un trozo de papel y Diego dejó el patio.

-Bueno, para explicártelo necesitaría cobertura administrativa y no tenemos. Tú no sabrás dónde hay, ¿no?
-¡Claro que sé dónde hay!
-Los centros públicos no me valen, no queremos que nos vean hacer según qué cosas. Así que dime: ¿Desde dónde podríamos conectarnos?- le preguntó con una sonrisa maliciosa.

Rama se puso muy serio.  No quería que notasen lo feliz que estaba por serles útil. Pero al hablar, su sonrisa le delató.

-Desde aquí mismo.

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One thought on “5-Una Carga”

  1. Cabrón… qué ganas de más. Va, te vas a ganar tu donación. Que tienes tres churumbeles que mantener y esto está interesante.

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