El mundo volvía lentamente a tomar forma a su alrededor y lo sentía blando y acolchado. Podía oír pasos cerca, pero no venían hacia él, que pasaban de largo. Escuchaba conversaciones ir y venir, pero nadie se dirigía a él.
Podía oír traqueteantes carritos de metal y vidrios chocando de vez en cuando, pero todo eso ocurría muy lejos de él. A su alrededor, salvo algún ruido de dilatación o algún crujido, sólo había un silencio intermitente y blandura piadosa.
Si hubiese creído en algún dios, le hubiese dado gracias por tenerle en esa paz. Después de lo que había sufrido, esa paz le parecía el paraíso. Aún no había asimilado que le habían disparado. Era algo increíble. Como si le hubiese pasado a otra persona.
Durante un momento de pánico valoró la posibilidad de estar muerto pero un ramalazo en el brazo izquierdo le confirmó que estaba regresando al mundo de los vivos. Apretó los dientes.
Poco a poco recuperó el sentido del tacto. Sábanas almidonadas de algodón, frías al tacto, agradables. Abrió los ojos y cuando pudo enfocar vio que estaba en una habitación de hospital. Tenía en el brazo derecho una vía enganchada a dos goteros. Buscó con la mirada alguna referencia de dónde estaba. En las sábanas leyó estampado el nombre del hospital donde se encontraba. Estaba a escasos quinientos metros del edificio de oficinas donde había dejado atrás a un banquero loco pegando tiros.
Le entró el pánico. Miró hacia la ventana. La luz que entraba era azulada. Debía ser muy temprano. ¿Había pasado un día entero en el hospital y Umberto Márquez aún no lo había encontrado? ¿Cómo era eso posible? ¿Le habría detenido la policía? Se tocó la mejilla con la mano del brazo sano y se quedó paralizado. ¡Tenía barba de varios días!
Olió a café. Giró la cabeza hacia la puerta y vio que Luis, su socio, entraba por la puerta removiendo con un palito de plástico naranja el contenido de un vaso marrón y blanco.
Sonrió ampliamente al verle despierto.
-¡Hombre! ¡Buenos días! Te preguntaría si quieres café, pero este cieno inmundo no merece tantos honores. ¿Qué tal la siesta?
Gregorio quiso incorporarse, pero el mundo le daba vueltas.
-Quieto, hombre, que te vas a joder algo más.
-¿Por qué estás tú aquí?- su voz le sonó rasposa.
-Porque soy tu amigo, joder.
Gregorio le miró largamente. Ahí estaba Luis, tomando un café como si tal cosa. Y sin embargo, no estaba enfadado con él. Debería, pero no lo estaba, no le salía. Luis había hecho lo que sabía hacer: vender. El verdadero traidor había sido su propio ego. Si no hubiese sido por su ego, no habría desarrollado los escenarios que le habían pedido, o al menos no sin asegurarse de que el destinatario era el adecuado. Que los tuviese Umberto Márquez era una atrocidad. En su enmarañada mente, este pensamiento cruzaba por encima de todos los demás.
-Supongo que sí.- Aún estaba un poco aturdido. Se señaló el brazo con la barbilla.- ¿Cómo tengo el brazo?
-Teniendo en cuenta que Márquez tira con balas de uranio, no tienes nada. Resumiéndolo mucho, te falta un cacho del deltoides y tenías media puerta clavada, pero te han dejado nuevo.
-¿Balas de uranio?
-Perforadoras, son capaces de atravesar un chaleco antibalas.
-Hijo de puta. Ese tío es un maníaco.
Luis asintió sin decir nada.
-¿Cuánto tiempo llevo en el hospital?
-Te has pegado una siesta de tres días.
-¡Tres días! – Gregorio entró en pánico- ¿Cómo es que Umberto no me ha encontrado?
-Tranquilo, no te pongas nervioso, Goyo. Todo está bien de momento.
-¿Cómo que de momento?- Gregorio percibió la preocupación en la voz de su socio.
-No, no, todo está bien. Tú tranquilo, que esto lo arreglo yo.
-No me jodas, Luis. Me despierto en un hospital después de huir de un rascacielos con un tío pegando tiros con balas de uranio detrás de mí. Haz el favor de no tocarme los huevos y no me digas que todo está bien “de momento”. ¿Qué coño ha pasado?
-Nada, es sólo que es mejor que desaparezcas unos días. Nada más.
-¿Desaparecer? ¡Lo que tenemos que hacer es llamar a la policía! ¿O le han detenido ya?
Luis rió con sorna.
-La policía es una marioneta de Márquez. Tiene comprados a todos los inspectores y comisarios. Te llevarían esposado con una cinta roja en la coronilla a que Márquez te metiera un tiro entre los ojos.
-Joder…- Gregorio se sintió indefenso.
-Deja que se calmen las cosas. En unos días Márquez estará más tranquilo y podré hablar del tema con él. Confía en mí, hombre.
-¿Que confíe en ti? ¿Te estás oyendo? ¿Tú te estás oyendo, Luis?
-¡Sé de qué hablo! Hazme caso y todo irá bien.
-¿Estás tonto? ¿Te crees que esto es un berrinche? ¿Un día te mato y al siguiente tan amigos? ¿Es eso lo que dices?
-¡Exactamente! Conozco a Márquez y sé cómo se comporta. Es como un niño caprichoso, pero se le pasa enseguida. Tampoco es tonto, por supuesto, y entenderá que lo mejor es que todos nos llevemos bien.
Gregorio cayó entonces en la cuenta y se reprochó no haberlo hecho antes. Seguía vivo.
-¿Cómo es que Márquez no me ha encontrado todavía?
-Cree que has huido. Le han informado de que te han visto cogiendo un ferri en Algeciras. Tu coche estaba en el puerto, mal aparcado, y ahora está en el depósito municipal.
-¿Quién ha…?- sostuvo la pregunta en el aire al comprender la respuesta inmediatamente, pero Luis contestó igualmente.
-Don Dinero, por supuesto. Márquez no es el único que puede comprar gente. Aquí nadie te ha visto. Ni el médico que te operó siquiera.
Gregorio miraba fijamente a Luis. Tenía un aspecto lamentable. La chaqueta y la camisa estaban hechas un higo y no se había afeitado. Al parecer se había quedado velándole los tres días y, a su manera, le había protegido.
-¿Y Sofía? ¿Y la niña?
-Bien, bien, están bien. Están en casa. Un poco preocupadas porque has desaparecido, es normal, claro, pero en cuanto pueda yo las tranquilizo y les digo que estás bien.
-¿No has hablado con ellas? ¡Dame el móvil! Sofía debe estar histérica.
-No te conviene llamarla. Tu casa está vigilada día y noche, igual que los teléfonos. Hazme caso: no la llames ni le mandes mensajes. Ahora lo mejor es mantenerte aparte, que desaparezcas y que todo se calme.
Luis le decía todo eso con semblante sombrío. Demasiados años trabajando juntos, jugando juntos al tenis, yendo juntos de vacaciones para que Gregorio no se diese cuenta de que la situación no era tan sencilla como su amigo planteaba. Luis tenía mucho interés porque desapareciera y lo cierto es que no había otra opción.
Al menos por el momento, tendría que hacerle caso. Ni siquiera podía ponerse en pie, tampoco podría hacer mucho más. Pero necesitaba saber que su familia estaba bien.
-Luis, llama a casa. Habla con Sofía, intenta tranquilizarla. Dile lo que me has dicho a mí.
-No puedo decirle nada de eso. Se supone que yo no sé nada, Gregorio.
-Bueno, pues llámala y consuélala. Necesito oír su voz, saber que está bien.
-Le vas a hacer más mal que bien, Gregorio.
Luis leyó la mirada suplicante de su socio y asintió. Fue hasta la puerta y cerró. Sacó un portátil de su maletín y dos juegos de auriculares que conectó al ordenador. Entregó uno de ellos a Gregorio.
-¿Qué haces?
-Llamar desde mi casa. Me conectaré a mi VPN desde aquí y usaré un módem para hacer la llamada de voz desde el número de mi casa. Si enciendo mi teléfono móvil sabrán que estoy aquí y en cinco minutos tendrías visita.
-¿Y no podrán trazar tu ubicación conectado a la red wifi del hospital?
-Tardarán un buen rato, créeme.
-Alucino. Estoy viviendo en una película de espías y tú estás tan tranquilo.
Luis torció el gesto. No se equivocaba mucho. Un paso en falso y estarían los dos bien jodidos.
-Calla ya, que marco. Y por tu padre: no hables.
-De acuerdo-. Gregorio tenía el corazón desbocado.
Por los auriculares pudo escuchar el primer tono. Al segundo ya lo habían descolgado. Era Sofía.
-¿Diga?
-Sofía, soy Luis.
-¡Luis! ¿Dónde coño estabas por el amor de dios? ¡Llevo tres días llamándote! ¿Sabes algo de Goyo? ¡Dime que sabes algo!
Mierda. Paso en falso, pensó Luis.
-He… he perdido el móvil con el jaleo del incendio. No, no sé nada de Goyo. He intentado hacer averiguaciones por mi cuenta pero no hay ni rastro de él. Hay rumores que dicen haberlo visto por Algeciras, pero no sé cómo de fiables son. ¿Cómo estáis? ¿Necesitáis algo?
-¿Cómo vamos a estar, Luis?
-Me lo puedo imaginar. Yo estoy muerto de preocupación. He intentado indagar algo, pero nadie sabe nada, es como si se lo hubiese tragado la tierra.
-Estamos histéricas, Luis. En las noticias han dicho lo del incendio, dicen que ha sido Goyo- Gregorio miró inquisitivamente a Luis, y éste le indicó con el dedo que luego le explicaba. – A ver por qué Goyo iba a quemar un edificio de oficinas y luego desaparecer, y menos con una niña que podría ser su hija. No tiene sentido. A Goyo le ha pasado algo, Luis. Le ha pasado algo. La niña no hace más que preguntarme qué ha pasado con papá y yo ya no sé qué decirle.
-Tranquila, Sofía. La policía está investigándolo. Verás cómo pronto se aclara todo.
-No sé, Luis. Cada día que pasa me da más miedo. Cada minuto que pasa sin noticias de Goyo más me temo que esté…
-No seas agorera, mujer. Verás como aparece más pronto que tarde.
-No, Luis, no. Lo presiento. Es… es una opresión que siento en el pecho.
Sofía se derrumbó y empezó a llorar con grandes hipos. Luis dejó que llorara, nada de lo que pudiera decir conseguiría calmarla.
-Sofía, tengo que dejarte. Mañana te llamaré-. Le mandó un beso y colgó. Luis esperó que los escuchas que Umberto había puesto a intervenir todas las llamadas de la casa de Gregorio pasaran por alto la conversación. Luis había tirado el móvil en una papelera la mañana del incidente.
Gregorio estaba visiblemente preocupado. Su mujer estaba destrozada y él no podía hacer nada para remediarlo.
Gregorio intentó sobreponerse. Desde luego, aquello tenía toda la pinta de ser una película de espías y él estaba una situación muy comprometida.
-Luis, ¿qué es eso del incendio?
-Una coartada, Goyo. Una coartada. Márquez tuvo que quemar tres plantas enteras para justificar que sonara la alarma. Las noticias han dicho que el principal sospechoso, o sea, tú, ha huido y está en paradero desconocido. Sólo hay un muerto y tres desaparecidos. El muerto es el que tiró Márquez por las escaleras de incendios y los desaparecidos son los dos guardias a los que voló en pedazos en la escalera y la secretaria que se cargó por error. Ahora eres un pirómano asesino y un secuestrador pervertido con dos posibles cómplices.
-¿También tiene comprada a la prensa?
-No a toda, pero sí a las agencias más importantes. Tú deberías saberlo.
-Ya. Estoy bien jodido. Se está aplicando, el muy cabrón.
-Verás cómo todo se arregla, hombre. Venga, descansa. Yo voy a comprar un teléfono cerca de casa para reforzar mi coartada. Mucho me temo que Márquez me va a llamar de un momento a otro, no he estado muy fino.
-¿De qué hablas?
-Estos días han sido frenéticos también para él, orquestando coartadas, escondiendo muertos y pagando silencios; no ha reparado en mí. Pero, sabiendo que he llamado a tu mujer, querrá localizarme enseguida. Debería haberla llamado mucho antes y no hubiese despertado sospechas, ha sido un fallo imperdonable. Esperemos que los policías estén adormilados todavía y no hayan notado nada.
-¿Y yo? ¿Qué hago? ¿Me quedo solo?
-No te preocupes. Aquí estás seguro. Si pasase algo, encontraría la manera de sacarte de aquí.
Sin decir nada más, Luis cogió su abrigo de una percha que había detrás de la puerta, cogió su maletín, guardó el ordenador y se marchó.
Poco después entraron dos enfermeras que le ayudaron a asearse y le curaron la herida. Más tarde llegó un médico y le autorizó a comer algo y a que le quitasen una de las bolsas de gotero, pero le dejaron la que contenía antibióticos.
-¿Qué tal ha ido la operación, Doctor?
-Perfectamente, Matilde. Ha tenido usted un bebé precioso-, contestó el médico guiñándole un ojo. Gregorio al principio no comprendió lo que le decía, pero cuando el doctor se marchó, miró hacia el pasillo y se dio cuenta de que estaba en el ala de maternidad.
Le dieron un caldo aceitoso con sabor a sopa de sobre, pero al menos estaba caliente y sintió cómo recobraba un poco de fuerza. Ya podía tenerse sentado sin marearse. En la bandeja había un papel en el que rezaba “Matilde Suárez”. Vaya. Sí parecía que Luis le había escondido bien.
Gregorio pasó todo el día sentado en el borde de la cama, salvo breves paseos al cuarto de baño. Pensó en afeitarse, pero decidió que era mejor tener algo en la cara que dificultara ser reconocido.
Hizo lo mejor que sabía hacer: escenarios.
Evaluó sus posibilidades. Si volvía a casa seguramente le matarían antes de alcanzar la puerta y pondría en peligro a su mujer y a su hija.
No podía acudir a la policía. No podía pedir ayuda a ningún amigo ni a ningún familiar o les pondría en peligro. Estaba solo. Sólo Luis podía ayudarle, pero sabía perfectamente que la ayuda que Luis le proporcionase sería muy limitada de aquí en adelante, por mucho que su amigo le jurase tener todo controlado.
Si huía, seguiría teniéndolo difícil. Sin dinero suficiente, apenas cien euros llevaba en la cartera, si es que seguía en la chaqueta; sin documentación y sin poder usar tarjetas de crédito iba a llegar poco lejos. En el momento en que hiciese uso de una tarjeta pondría a Márquez sobre su pista.
Gregorio sabía que Márquez no iba a cejar en su empeño de matarle. Se jugaba demasiado. De hecho, ya había dado un paso por delante de Gregorio haciendo ver que tampoco podría denunciarle a la prensa porque la tenía bajo su yugo. En mensaje era claro: esto es entre tú y yo.
Durante todo el día, Gregorio le dio vueltas y más vueltas, pero no encontraba un escenario que le favoreciese. Estaba realmente bien jodido.
La noche cayó fuera y se llevó la luz de la habitación. Gregorio no se molestó en encender una lámpara siquiera. Estaba absorto en sus pensamientos. No se resignaba a rendirse.
Luis llegó a las cuatro y veinte de la mañana, según el reloj de pared que había sobre la puerta. Venía aseado y bien vestido, y le acompañaba un hombre alto y delgado. Por los rasgos parecía marroquí o argelino. Llevaba un jersey rojo lleno de manchas y con varios puntos sacados, chaqueta de piel sintética, unos gastados pantalones de algodón y unos zapatos castellanos destrozados por el uso.
-Hola, Goyo. Menos mal que estás despierto.
-¿Qué pasa? ¿Quién es él?
-Se llama Abdellah Belhaj. Es amigo mío. Que no te confundan las apariencias. Es un ex agente especial del ejército marroquí.- Abdellah saludó con indiferencia y se puso a mirar por todas partes.-Tienes que irte.- Sentenció Luis.
-¿Ha pasado algo?
-No, todavía no, pero yo tengo que hacer el paripé, Márquez me anda buscando. Toma, vístete-, le dijo tendiéndole una bolsa con andrajos.
-Vaya, Gucci. Cómo me conoces, cabrón…
-Se trata de que pases desapercibido. Ponte estas gafas-. Le dio unas horribles gafas de concha sin graduar.
-Toma,- le tendió un abultado sobre- es todo lo que tenía en casa. Hay ciento veintidós mil euros. Gástalos con prudencia.
-¿Y a dónde voy?
-De momento a Málaga, Abdellah te esconderá allí. Recupérate y cuando estés listo, házselo saber y él me avisará.
-Dile a mi mujer… dile…
-Ya sabes que no puedo, Gregorio. Lo sabes.
-Tienes razón. Dame un papel y un bolígrafo. Venga.
Luis le dio una libreta y una pluma. Gregorio escribió dos bloques de seis números y se lo tendió a Luis de vuelta. Luis le miró desconcertado.
-Tú dáselo. Ella lo entenderá.
-Ah, toma.- le tendió una bolsa de farmacia con varias cajas de pastillas.- Son antibióticos y protectores estomacales. Una de cada cada seis horas y cámbiate el vendaje dos veces al día. Abdellah lleva un buen botiquín.
Gregorio se puso en pie y vaciló, un poco mareado, pero se sostuvo. Se quitó la vía de un tirón. Odiaba las agujas. Con mucho esfuerzo se vistió y se miró en el espejo. Increíble. Apenas reconocía su reflejo.
-Luis, cuida a Sofía y a la niña.
-Por supuesto, Goyo. Cuídate.
-Gracias. Tú también.
Le dio un abrazo a su amigo y se fue con Abdellah, que esperaba fuera de la habitación, escrutando los pasillos con ojo experto.
Bajaron al parking del hospital y le guió hasta un Renault 18 ranchera de color verde con la puerta del conductor amarilla cargado hasta los topes de fardos y bultos variados. Al parecer el coche también iba disfrazado. Le abrió la puerta trasera y le indicó que se tumbase en el asiento. Gregorio lo agradeció, empezaba a marearse. La tapicería era de cuero, estaba desgastada pero muy limpia.
Su escolta arrancó el coche y salieron del parking a la tranquila noche de otoño. Poco rato después llegaban hasta un acceso a la A4 en dirección sur y el coche se detuvo.
Gregorio miró por la ventanilla sin levantarse. La cara de Abdellah estaba iluminada de un tenue azul y amarillo. Un segundo después apareció un guardia civil ante la ventanilla del conductor haciendo señas para que la bajase.
-Buenas noches. Estamos realizando un control rutinario. ¿Hacia dónde se dirige?
-Algeciras- dijo Abdellah con fuerte acento.
-¿Y de dónde viene?
-Lyon.
-¿Puede enseñarme el pasaporte?
-Sí señor.- Abdellah buscó en su chaqueta y sacó el pasaporte. El guardia civil lo examinó y se lo devolvió. Sin mediar palabra alumbró con la linterna el interior del vehículo. Gregorio cerró los ojos deslumbrado por el haz de la linterna y se revolvió débilmente.
-¿Quién es ése?- preguntó el guardia civil.
-Mi padre, señor- dijo con tono sumiso.
-No puede ir tumbado. Es ilegal.
-Ya sé señor- dijo con su marcado acento marroquí-, pero mi padre enfermo, muy cansado. Último viaje a Marruecos, ya no viene más.
-Está bien, está bien. Continúe.
Abdellah arrancó el coche de nuevo y se incorporó lentamente con el motor carraspeando a la autovía. Luis vio cómo el agente les hacía incorporarse con movimientos oscilantes de la linterna
-Por los pelos- dijo Gregorio cuando se incorporaron a la autovía.
-No se preocupe. Lo último que le apetece a la policía es meterse con un moro moribundo mientras tienen a sus jefes locos buscando a un violador asesino fugado- dijo con una sonrisa maliciosa. Había perdido el acento marroquí y hablaba un castellano perfecto.- Duerma un rato, en tres horas estaremos en Málaga.
-Le veo muy optimista respecto a su vehículo.
-No se fíe de las apariencias, Don Gregorio.
Pulsó un botón bajo el salpicadero. El coche dio una sacudida y el motor comenzó a sonar más bronco. La parte trasera, vencida por el peso de los bultos se elevó un poco y en conjunto, el coche se bamboleaba mucho menos. Abdellah pisó el embrague y revolucionó el motor, que bramó con energía en la autopista vacía. Soltó el embrague y pese a que iban a más de cien kilómetros por hora, hizo chirriar las ruedas traseras y empujó a Gregorio contra el respaldo del asiento.
-No se fíe nunca de las apariencias.
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